Pilar Rius: el exilio tiene mucho de muerte Memoria Gráfica

“Cantos rodados” es el título con el que Pilar Rius de la Pola, exiliada con su familia a raíz de la Guerra Civil, relata la historia de su familia desde su infancia en Tarancón hasta su retiro en México.

El exilio tiene mucho de muerte; lo pierdes todo, no te queda más que una vida despojada de todo lo que había significado vivir: la familia, la profesión, los amigos, tu casa, tu biblioteca, tus sesiones de casino, los juegos, las vacaciones, las tertulias. Sin esperanza de recobrar lo perdido, porque si regresas puedes perder la vida, que es lo único que te han permitido conservar. Te queda tu ser despojado de todo lo que le daba sentido a vivir.

Con esta contundencia resume Pilar Rius el hondo desgarro que supone el destierro, causa a la vez del profundo agradecimiento del exiliado y del emigrante hacia quien le brinda un lugar donde reconstruir al menos una parte de lo que le han arrebatado, porque lo que ofrece esa nueva patria es, en realidad, la oportunidad de volver a vivir.

El estallido de la guerra pilló a Pilar veraneando con su familia en Fuenterrabía. Ese verano, ya en Tarancón, “la guerra eran unos cuantos milicianos de talante heroico que enseñaban a las mozas del pueblo, entre requiebros y complicidades, las canciones del frente y el saludo de los camaradas de la internacional”. En esos días, para una niña de 7 años, la vida era divertida, pues aún no escaseaba la comida, abundaban los ires y venires y la vigilancia materna se había relajado bastante. Pero ya a principios del otoño del 36 los sublevados se acercaban por Toledo y se decidió que Pilar y su madre se fuesen a Francia, al Pensionat de Nôtre Dame, un internado para niñas propiedad de la familia del tío Juan Biquet en Normandía, en el que ya se refugiaban varios tíos y su abuela paterna.

Pilar se considera afortunada entre los niños forzados a abandonar sus casas para escapar del infierno de la guerra civil, pues muchos tuvieron un destino lleno de carencias, en la Rusia soviética, y otros, como los niños de Morelia, en México, o los vascos del Reino Unido, pues si bien fueron recibidos con cariño, alimentados y educados, viajaron sin sus padres. En el atroz desgarro pue supuso para tantos la Guerra Civil española, capaz de albergar todos los dolores, todas las humillaciones, todas las tragedias, todas las afrentas, todos los crímenes y todas las vilezas, el sufrimiento de Pilar y su familia fue solo uno más y leve.

Ella pasó la mayor parte de la guerra, “cada día con menos esperanza de ganarla”, en París, donde una empresa española que abastecía a la República había comisionado a su padre. Allí los sorprendió la derrota y el inicio de la II Guerra Mundial. Escapando de esta nueva guerra, llegaron al hospitalario México prácticamente con lo puesto. Gracias al peso diario por persona que recibían del dinero de la República, no pasaron necesidades, y pronto su madre, que tenía la carrera de Farmacia, encontró trabajo, y luego su padre empezó a dar clase en la Academia Hispano-Mexicana. En la hermosa y caótica ciudad de México fueron echando nuevas raíces y construyendo unas “nuevas circunstancias”.

Pilar menciona en su libro algunas de las instituciones y personas más destacadas de la presencia del exilio en tierras aztecas: la Academia Hispano Mexicana (cuyo claustro integraban a medias catedráticos mexicanos de sólido prestigio y catedráticos de la emigración), los matemáticos Carbonell y Santa Lo, los biólogos Rioja, Bolívar, Faustino Miranda, Muñoz Mena en la química, los profesores de dibujo Fernández Balbuena y Elvira Gascón, el Sr. Calleja en literatura o su propio padre, en geografía e historia. Quien había sido presidente de la II República, Diego Martínez Barrio, jugaba al tresillo en su casa. En la tertulia y en el tresillo estaban también don Felipe Sánchez Román, ministro en la II República y asesor del presidente Lázaro Cárdenas en la expropiación petrolera, don Antonio Lara, ministro de Hacienda y de Justicia, don Jacinto Segovia, médico de la plaza de toros de Madrid y miembro de comité director del PSOE en México o Don Jerónimo Bujeda, taranconero, abogado del estado y subsecretario de hacienda durante la república “que nos prestó el dinero para amueblar nuestro departamento en México y no nos lo quiso cobrar”. El mismísimo Indalecio Prieto, aunque no jugaba, asistía de vez en cuando y sus hijas eran asiduas a las reuniones de la juventud y seguían con entusiasmo sus aventuras amorosas.


La autora acompañada en la presentación por Emilio Silva Barrera, Soledad Fox Maura y su hija Marisa Belausteguigoitia.

Estas son sus palabras sobre su vida en el exilio.

Los refugiados españoles éramos muy pobres. En aquel desastre que representó el final de la guerra y la derrota, no tenías nada y todo lo que dejaste al salir ya no era tuyo, pero no importaba, porque para un refugiado que había tenido responsabilidades en la guerra, ser pobre en la emigración era garantía de decencia.

Teníamos un fistol con un brillante, de mi padre, que una miliciana nos ayudó a sacar de España (a un miliciano que se lo quería quitar a mi madre, embarazadísima, de la solapa, le dijo que era falso) que nos libró muchas veces de apuros, empeñado en el monte de piedad. Se zurcían los calcetines hasta que hacían daño, y se hacían 20 croquetas con 50 centavos de aguayón. A la tortilla de patata se le añadía un poco de leche que era más barata que los huevos.

Yo copiaba a mano los libros del colegio que eran caros y no se podían comprar. En cambio, por un peso conseguías libros de una editorial argentina, Los tres mosqueteros, Los miserables, y entre amigos nos intercambiábamos los que tenía cada quién.

Había cosas que eran baratas y podíamos permitírnoslas de vez en cuando.  Podíamos recorrer la ciudad con dos planillas de a tres por 25 centavos y con un peso más, ir al cine y comprar muéganos para todos.

Terminé el bachillerato en la Academia y en mi ingreso a la universidad mis padres no tuvieron en cuenta mi clara vocación hacia las letras. En los años 40 el desarrollo del talento de las mujeres estaba supeditado a las buenas costumbres y a la salvaguarda de la virginidad, que excluía la escuela mixta en la educación superior; yo cursé la Licenciatura en Farmacia en la Universidad Femenina, sin vocación para la farmacia, ni tampoco, claro está, para la virginidad.

En la Universidad Femenina aprendí, además de los saberes y haceres de la farmacia, el oficio docente que ejercería durante más de seis décadas.

Entré, por oposición, a la Facultad de Química de la UNAM en la década de los 60 y permanecí en ella 53 años. Viví la transformación de la Escuela Nacional de Química, en facultad.

Tiempos heroicos, presididos por Manuel Madrazo, primer director de la facultad, quien al poco tiempo de iniciados los trabajos del posgrado me nombró coordinadora de formación de profesores. No sabía por dónde empezar; no tenía asignado ningún espacio, ni siquiera tenía mesa, ni silla... ni retribución. Me sentaba en una banca del laboratorio y ponía mi material de trabajo en las gavetas de los estudiantes.

Al final de los años 60, con el nacimiento de la Facultad de Química, fui parte de la primera planta docente del posgrado, cuyas instalaciones eran una mesa de pino como de cocina y una silla en la que se sentaba el doctor Herrán, el jefe del posgrado. Los profesores no teníamos cubículos, ni siquiera una mesa; esa sólo el jefe. Hoy tenemos edificios completos destinados al posgrado y la inscripción total a los doctorados de la UNAM es de cerca de 25.000 estudiantes. Hemos crecido y nos hemos consolidado; el mundo entero reconoce nuestros estudios de posgrado, de los cuales ha salido multitud de graduados reconocidos y contratados en universidades de muy alto nivel.

Los académicos de Química Teórica, en los 60, 70, 80 solíamos hacer frecuentes reuniones de estudio e intercambio en diferentes lugares de la república. Nos alojábamos en algún hotel, a veces una antigua hacienda, con gruesos muros de piedra, chimeneas y amplios espacios verdes.

Se alternaban las conferencias magistrales de nuestros colegas y los gurús internacionales, con la guantanamera, y la sandunga, en el atardecer, alrededor de una fogata, hacia la puesta de sol, con las guitarras y las  percusiones cantábamos: con Andoni Garritz, el sapo cancionero, con César Rincón y Xochitl Arévalo, Chabuca Granda, Gonzalo Curiel y la trova latinoamericana.

Si los recursos no alcanzaban para hotel, nos reuníamos en mi casa. Doña Gloria nos hacía un mole de metate y nos instalábamos en mi pequeño jardín hasta la noche –tamales y atole – enredados con la dispersión múltiple y los funcionales de la densidad.

A la par que desarrollaba mi carrera docente, construí una familia con Imanol, mi marido y mis 4 hijos. Con el tiempo y una sólida cohesión familiar, he ido reconstruyendo lo perdido en mi nueva patria, donde, otra vez, tengo una hermosa circunstancia. Mis hijos, como tantos otros hijos de refugiados, trabajan en el progreso de su país con lo mejor de su talento y pensamiento que fue libre gracias a la generosidad de aquellos mexicanos que un día dieron asilo a sus padres.

Gracias a la UNAM gozo de una vejez holgada, sin preocupaciones económicas, porque la institución no obliga a sus académicos al retiro; los conserva mientras puedan trabajar y con ello, mantener una buena calidad de vida el mayor tiempo posible. Aun aceptando y agradeciendo esa generosidad, un día comencé a considerar la posibilidad de que mi rendimiento mermase, mi memoria comenzara a fallar y mis fuerzas ya no me alcanzasen para la intensa actividad que representa el quehacer cotidiano.  y decidí que en un día no lejano me iba a retirar

Hace unos cinco años saqué mis archivos del mueble que está en mi cubículo junto a la ventana, puse en la cajuela de mi coche la maceta con la planta de sombra, saqué  mis libros de los anaqueles y los coloqué en cajas con las notas, problemas, revistas, discos y memorias que he utilizado en los miles de cursos que he impartido. arranqué de las paredes los carteles de Luis, de Mari y de Imanol, las fotografías de mi marido y de mis hijos; el dibujo de mi nieta Marijose: una colegiala que le ofrece a su abuela una enorme flor. También la tabla periódica, pegada a la derecha de mi sillón, las configuraciones electrónicas y el calendario del año en el que había garabateado algunos pendientes. Guardé la figurita del Quijote y el molino de viento de mi tierra manchega, que hace tiempo coloqué en un estante del librero que está bajo la ventana. Me despedí de mi cubículo y del jardín que se ve por los cristales, en el que hace años se celebraban misas en días de guardar y ahora es un lugar de estudio y asueto para los alumnos. Dije adiós a mi grupo de estudiantes, a mis pupilos, a mi último tesista, a mis colegas y a todas las horas que me han visto trabajar, comentar, exasperarme, discutir, reír, estudiar y todo lo que conforma una vida de dedicación a la ciencia y a la educación.

Y así, un día, salí de mi cubículo con mi bastón y mi mochila, como otro día cualquiera de una semana cualquiera, en el que se han terminado las labores hasta que llegue el día siguiente con sus proyectos, sus esperanzas, las metas alcanzadas y las que no se pudieron lograr, las experiencias gratas y los momentos difíciles; un día nuevo, espléndido, prometedor, una nueva ocasión de rutina y de creatividad, en mi universidad, en mi casa, en mi cubículo, con mis estudiantes... como siempre

Ahora estoy jubilada y aún tengo muchas ocasiones de contento y de bienestar, perdí una guerra que espero que se gane algún día y gané un exilio en la libertad y otra patria en la que he sido feliz.

Ahora con el tiempo y el flujo de las corrientes, esa niña de guerra y de exilio ha logrado deslizarse sin erosiones, sin rozaduras, con suavidad, apaciblemente, en su último cauce, como los cantos rodados del riachuelo de su pueblo manchego.

J. Rodher

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